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Era un sabueso, un enorme sabueso negro como el carbón, pero no un sabueso como jamás habían visto ojos mortales. De su boca abierta salía fuego, sus ojos brillaban con un resplandor humeante, su hocico, sus corvas y su papada se perfilaban en llamas parpadeantes. Nunca, en el sueño delirante de un cerebro desordenado, pudo concebirse nada más salvaje, más espantoso, más infernal que aquella forma oscura y aquel rostro salvaje que irrumpieron sobre nosotros desde el muro de niebla.