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La proclamación del Evangelio a un mundo perdido no puede ser una actividad más que añadir a la apretada agenda de la Iglesia. Debe estar en el centro de lo que somos. Forma nuestra identidad.
La proclamación del Evangelio a un mundo perdido no puede ser una actividad más que añadir a la apretada agenda de la Iglesia. Debe estar en el centro de lo que somos. Forma nuestra identidad.