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De los autores a los que leo más de una vez aprendo a valorar el peso de las palabras y a deleitarme con su métrica y cadencia: en el contrapunto polifónico de Gibbon y el dominio del subjuntivo de Guedalla, en las hipérboles de Mailer y los símiles de Dillard, en las invectivas y burlas de Twain con las que prendió la antorcha de su feroz ingenio a las tiendas de hospitalidad de la colosal patraña del mundo. . . No conozco otra forma de salir de lo que es tanto el laberinto del eterno presente como la prisión del yo, excepto con una sarta de palabras.