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Era una imagen inolvidable ver a Chopin sentado al piano como un clarividente, perdido en sus sueños; ver cómo su visión se comunicaba a través de su forma de tocar, y cómo, al final de cada pieza, tenía la triste costumbre de recorrer con un dedo la longitud del teclado quejumbroso, como si quisiera arrancarse a la fuerza de su sueño.