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Por consiguiente, la verdad de Dios vive en nuestras almas más por la fuerza de un valor moral superior que por la luz de una inteligencia eminente. En efecto, la misma inteligencia espiritual depende de la fortaleza y de la paciencia con que nos sacrificamos por la verdad, tal como se comunica concretamente a nuestra vida en la voluntad providencial de Dios