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En aquellos días era posible para un griego huir de una realidad sobreabundante como si no fuera más que la tramposa maquinación de la imaginación, y huir, no como Plato al país de las ideas eternas, al taller del creador del mundo, deleitándose los ojos con los arquetipos intactos e inquebrantables, sino al rigor mortis del concepto más frío y vacío de todos, el concepto del ser.