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Cuando ve a los niños sentados en los asientos traseros de los coches, en esos pequeños asientos que tienen volante, con expresiones sombrías de concentración en sus rostros, claramente convencidos de que sus esfuerzos hacen que el coche haga lo que sea que esté haciendo, piensa en sí mismo y en su relación con Dios: Dios, que conduce en silencio, suavemente divertido, en el verdadero asiento del conductor.