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Toda la tierra, pues, pertenece a Jesús. Le pertenece por derecho de creación, por derecho de redención y por derecho de herencia futura -como afirma Pablo en la magnífica declaración cósmica de Colosenses 1:15-20-. Por eso, dondequiera que vayamos en su nombre, pisamos su propiedad. No hay un centímetro del planeta que no pertenezca a Cristo. La misión es, pues, una actividad autorizada que llevan a cabo los inquilinos siguiendo las instrucciones del dueño de la propiedad.