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En ese momento debí haberme marchado, pero surgió en mí una extraña sensación, una especie de desafío al destino, un deseo de desafiarlo, de sacarle la lengua. Hice la mayor apuesta permitida -cuatro mil florines- y la perdí. Luego, acalorado, saqué todo lo que me quedaba, aposté al mismo número y volví a perder, tras lo cual me alejé de la mesa como si estuviera aturdido. Ni siquiera podía comprender lo que me había sucedido.