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Nosotros, los igualitarios modernos, nos sentimos tentados por el pecado primigenio del orgullo de forma opuesta a los antiguos. La antigua forma aristocrática de orgullo era el deseo de ser mejor que los demás. La nueva forma democrática es el deseo de no tener a nadie mejor que uno mismo. Es igual de mortal espiritualmente y ni siquiera conlleva el falso placer de regodearse en la superioridad.