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Llevaba horas sumida en una especie de apacible letargo, no muy distinto de esa dulce lasitud que se apodera de uno en el silencio de un mediodía de verano, cuando el calor parece haber acallado a los pájaros y a los insectos y, tumbado en la hierba de la pradera, uno mira hacia arriba, a través de un tejado de hojas de arce, el vasto azul, sin sombras ni sugerencias.