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Al capitán Crawford no le gustaba la idea de ningún tipo de asesinato, pero lo hacía con paciencia y honestidad y sin ninguna de las estupideces, ampulosidades y técnicas de manguera de goma que los escritores de novela negra de Los Ángeles me habían hecho esperar. Me había dado la impresión de que, a menos que un aficionado con talento enamorado de la dama se hiciera casi papilla y prácticamente entrara en la cámara de gas letal antes de desenmascarar a la venal y embrutecida policía, cualquier transeúnte inocente al que pudieran echar el guante era un pato perdido.