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La jornada de un paisajista es encantadora. Te levantas temprano, a las tres de la mañana, antes de que salga el sol; vas y te sientas bajo un árbol; observas y esperas. Al principio no se ve gran cosa. La naturaleza parece un lienzo blanquecino con unos pocos contornos apenas esbozados; todo está brumoso, todo tiembla con la fresca brisa del amanecer. El cielo se ilumina. El sol aún no ha atravesado el velo de gasa que oculta el prado, el pequeño valle, la colina en el horizonte... ¡Ah, un primer rayo de sol!