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En la segunda mitad de la vida se impone la necesidad de reconocer no ya la validez de nuestros antiguos ideales, sino la de sus contrarios. De percibir el error en lo que antes era nuestra convicción, de percibir la falsedad en lo que era nuestra verdad, y de sopesar el grado de oposición, e incluso de hostilidad, en lo que tomábamos por amor.