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De niño, en Fayetteville, Carolina del Norte, jugaba al golf todo el día, todos los días, la mayor parte de las veces solo. Me pasaba cientos de horas alrededor de los greens de Cape Fear Valley, el campo que tenía mi padre, pegando todos los golpes que se me ocurrían: el de un salto y suelta, el chip que cae muerto, la explosión desde un mal lie.