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El dominio de los fonemas puede compararse con el dominio de la digitación del violinista. La cuerda del violín se presta a una gradación continua de tonos, pero el músico aprende los intervalos discretos en los que debe detener la cuerda para tocar las notas convencionales. Hacemos sonar nuestros fonemas como pobres violinistas, aproximándonos cada vez a una norma imaginaria, y recibimos las interpretaciones de nuestros vecinos con indulgencia, rectificando mentalmente las inexactitudes más evidentes.