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El Estado que lo proveería todo, absorbiéndolo todo en sí mismo, acabaría convirtiéndose en una mera burocracia incapaz de garantizar lo que la persona que sufre -toda persona- necesita: es decir, una atención personal y afectuosa. No necesitamos un Estado que lo regule y controle todo, sino un Estado que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, reconozca y apoye generosamente las iniciativas surgidas de las distintas fuerzas sociales y conjugue la espontaneidad con la cercanía a los necesitados. La Iglesia es una de esas fuerzas vivas.