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Hasta hace poco, cada generación encontraba más conveniente declararse culpable de la acusación de ser joven e ignorante, más fácil de soportar el castigo impuesto por la generación anterior (que a su vez había confesado el mismo delito pocos años antes). La orden de madurar de una vez era más soportable que el horror sin rostro del propósito vacilante que era la juventud.