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Entre la Gran Depresión y la década de 1970, las empresas privadas eran vistas con recelo incluso en la mayoría de las economías capitalistas. Se decía que las empresas eran agentes antisociales cuyo afán de lucro debía limitarse en aras de otros objetivos supuestamente más elevados, como la justicia, la armonía social, la protección de los débiles e incluso la gloria nacional.