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Lo convertí en el mantra de aquellos días; cuando me detenía ante otra serie de curvas o me deslizaba por pendientes que me hacían temblar las rodillas, cuando se me despegaban los pies junto con los calcetines, cuando yacía solo y solitario en mi tienda por la noche, me preguntaba, a menudo en voz alta: ¿Quién es más fuerte que yo? La respuesta era siempre la misma, e incluso cuando sabía que era absolutamente imposible que fuera cierto, lo decía de todos modos: Nadie.