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Todos los cuchillos y tenedores se afilaban a un ritmo alarmante; se pronunciaban muy pocas palabras, y todo el mundo parecía comer al máximo, en defensa propia, como si se esperase una hambruna antes de la hora del desayuno de mañana por la mañana, y hubiera llegado el momento de hacer valer la primera ley de la naturaleza.