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Al principio se limitaba al propio territorio. Luego se descubrió que se podía hacer mejor llevando monedas malas a través de la frontera de los municipios vecinos y cambiándolas por buenas con la gente común ignorante, trayendo de vuelta las monedas buenas y envileciéndolas de nuevo. Se crearon cada vez más fábricas de moneda. La devastación se aceleró hasta que las monedas subsidiarias dejaron de valer prácticamente nada y los niños jugaban con ellas en la calle, como se cuenta en el cuento Iván el Tonto, de Leo Tolstoy.