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Del amor de Dios podemos decir dos cosas: se derrama universalmente por todos, desde el Papa hasta el borracho más solitario del planeta; y en segundo lugar, el amor de Dios no busca valor, crea valor. No es porque tengamos valor por lo que somos amados, sino porque somos amados por lo que tenemos valor. Nuestro valor es un don, no un logro.