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  • Entonces no le quedaba ninguna causa justa, y el dolor de la ira se convertía en el vergonzoso dolor de la sumisión. No tenía derecho a condenar a nadie -pensó-, a denunciar nada, a luchar y morir alegremente, reivindicando la santidad de la virtud. Las promesas rotas, los deseos inconfesados, la traición, el engaño, las mentiras, el fraude... él era culpable de todo ello. ¿Qué forma de corrupción podía despreciar? Los grados no importan, pensó; uno no regatea centímetros de maldad.