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Una langosta, cuando se la deja en la roca, no tiene el sentido común suficiente para volver al mar, sino que espera a que el mar venga a ella. Si no viene, se queda donde está y muere, aunque el más mínimo esfuerzo le permitiría alcanzar las olas, que quizá estén a menos de un metro de él. El mundo está lleno de langostas humanas; personas varadas en las rocas de la indecisión y la dilación, que, en lugar de poner en marcha sus propias energías, esperan a que alguna gran ola de buena fortuna las saque a flote.