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Más que la depresión, los síntomas que definían mi enfermedad eran la ansiedad y la agitación. Al igual que los ataques epilépticos, una serie de frenéticos ataques de ansiedad se abatían sobre mí sin previo aviso. Mi cuerpo estaba poseído por una fuerza caótica y demoníaca que me hacía temblar, andar de un lado a otro y golpearme violentamente el pecho o la cabeza. Esta autoflagelación parecía proporcionar una salida física a mi tormento invisible, como si estuviera dejando salir el vapor de una olla a presión.