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Sé que esto es una blasfemia, pero hace unas semanas intenté ver una carrera de NASCAR en Talladega. Duré unos cinco minutos antes de que el aburrimiento terminal se apoderara de mí. No parecía más que un recorrido de alta velocidad por la autopista: una multitud de bultos de metal idénticos y pintados con colores chillones circulando a 180 mph por el arcén, guardabarros contra guardabarros, morro contra morro. Sabiendo que la situación se convertiría en un derbi de demolición de varios coches que entusiasmaría a los bobos de las gradas, apagué el televisor para enterarme más tarde de que esta vez había sido Jimmie Johnson quien había provocado la pelea de ocho coches.